Microrrelatos seleccionados 2020

Primer premio:

«El golpe» de Álvaro Abad San Epifanio

La banda no ha planeado el asalto minuciosamente. Ningún miembro tiene bien aprendido su papel y no sabrán cómo reaccionar si surgen imprevistos.
Aún así, deciden perpetrar la acción. Esperarán a la hora del cierre, cuando ya casi nadie pasea por el Mercadal. Han calculado, más o menos, dos minutos, aunque ninguno lleva reloj.
Se acercan sigilosamente. Se miran y dudan, queda gente y no deberían tener testigos. La tensión es máxima. El último cliente se marcha. Es el momento. A cara descubierta, el más chico, de puntillas, se asoma desafiante al mostrador.
-“¡Perico!”, – vocea tembloroso-, “dame una bolsa de patatas, de esas de atrás”. Cuando el dueño del kiosco le da la espalda el muchacho lanza con decisión su mano hacia la caja de Palotes de fresa.
-“Yo quiero una igual”, y otro arrampla rápidamente con cuatro chicles y dos cebolletas en vinagre.
-“Otra para mí, Perico”. Y desaparecen tres bolsas de pipas y seis gominolas.
Impecable. Sólo queda salir corriendo y dividir las ganancias.
Palillo en boca, el “Perico” detalla en su libreta los nombres y el género faltante. Lleva tanto tiempo aquí que conoce perfectamente a los ladronzuelos, a sus padres y, seguramente, a sus abuelos.


Accésit 1º

«Revoluciones» de Jesús Cuartero Méndez

Todos los jueves de mercado acudía a la Era Alta, a la biblioteca municipal Pedro Gutiérrez a coger un libro para leer durante la semana. Tenía ganas de sumergirme en la prosa
cortante, como un bisturí de acero galvanizado, de un premio Nobel. Así que salí de las antiguas escuelas sujetando entre las manos el Ensayo sobre la ceguera de Saramago. Ya en casa me di cuenta de que un lector anterior había olvidado en su interior, como si fuese un viejo fantasma que lo habitaba, un viejo boleto de la ONCE con el número 1789: la fecha de la Revolución francesa. Lo interpreté como una señal del destino. Me dirigí al vendedor de cupones que se sitúa en el pasaje que une Gallarza con Bebricio. Le pregunté que si podía sacar por su terminal un boleto del 1789 para el sorteo de esa noche. Con sus gafas de sol oscuras como la noche me contestó que no había problema. Al día siguiente, apoyado en la barra del bar tras haber resuelto el autodefinido de La Rioja, busqué los resultados de los ciegos. Había salido el 1917, la fecha de la Revolución rusa. Me había equivocado de fecha.


Accésit 2º

«Rapadas» de Antonia San Felipe Abad

A empujones la pusieron de rodillas. Allí olía a venganza. Las tijeras amenazantes penetraron en su cabello avivando el vértigo. Caían los mechones como las uvas al cesto. Reían histéricos, conocían la dimensión de su felonía. Felisa, pertrechada de rencor, los animaba. El odio dibujaba muecas en vez de sonrisas. Las pistolas al cinto daban más poder que el pueblo.
Cuando la risa abrió la puerta al desdén cogieron la maquinilla barbera. Sintió el frío en la nuca y una puñalada seca en el corazón, la humillación mata como las pistolas. Un tiro seco como a su marido hubiera sido mejor. Se lo tragó todo: orgullo y lágrimas. En aquel cuartucho todas tenían la cabeza rapada pero ninguna quería llorar. Esperanza dijo:
– Ese placer no se lo vamos a dar.
Las pasearon por el Raso. Entre escupitajos, insultos y patadas los segundos se sentían horas. Hubo gritos, también silencios. Felisa reía enloquecida. A Esperanza la fusilaron por llamar asesinos a los asesinos.
El año de la Victoria, Felisa perdió el hijo, por la mala sangre, decían. Después, olvidó quién era. Peinando sus canas, Rosa recordó las tijeras. Respiró hondo. En su corazón sintió el alivio del tiempo.


Accésit 3º

«El judío» de Lidia de Felipe Ruz

Con pasos renqueantes, apoyado en su bastón, pasea como cada mañana desde la puerta de la judería al balcón del Cabezo. Recorre el camino en silencio, con ese sosiego que solo se alcanza con la edad. Le gusta callejear en este momento del día, cuando de las casas se escapan los olores de los diferentes guisos. Olores que le susurran en que día se encuentra. La adafina anuncia el Shabbath. El almodrote da la bienvenida a Pesaj…
Llegado a su destino descansa. El anciano de barba blanca y rostro sereno se frota los ojos. Admite, muy a su pesar, que su vista ya no es lo que era, cuando intenta vislumbrar a no demasiada distancia las choperas del Ebro. Le gusta descansar sus huesos al sol mientras repasa su vida. Una vida errante, como la de su pueblo. Al principio huyendo de los almohades, más tarde puede que incluso de sí mismo. De Sefarad a Roma, de Roma a Inglaterra. Para recalar finalmente en esta aljama fructífera de Calahorra. Rica en campos, rica en frutos, rica en gentes.
Me han llamado astrónomo, astrólogo, poeta, cabalista, matemático…, evoca. Sin embargo soy simplemente un judío: el rabí Abraham Ibn Ezra.


Seleccionados:

«¡Sorpresa!» de Álvaro Abad San Epifanio

La noche transcurre lenta, tediosa. Quintiliano mira hacia los lados y comprueba que nadie transita por la glorieta que preside. Baja el brazo y se sienta, melancólico, en su pedestal.
Mientras se frota el molesto verdín recuerda cuántos años lleva aquí, cuántas generaciones ha conocido y piensa en lo mucho que, ante sus ojos, ha cambiado la ciudad.
Al final del Mercadal, la Matrona, sin cuchillo, abandona su privilegiado mirador y se acerca apresurada. Bebricio llega por su calle saludando a los santos Emeterio y Celedonio, que suben desde la Catedral. La distinguida Dama de Calahorra se une al animado grupo de calagurritanos históricos para sorprender al maestro orador con brindis, cánticos y felicitaciones. Aurelio Prudencio recita solemnes himnos y poemas dedicados. Hierática, la Moza ejerce de testigo impasible. Guardará el secreto, como siempre.
La fiesta se prolonga hasta el amanecer. Tras despedirse, unos regresan raudos a sus pedestales, otros a sus hornacinas y los demás retornan a los aburridos libros de historia. Una
vez arriba, Quintiliano se recompone la toga y levanta el brazo derecho para recuperar su figura tradicional. Sonríe. Comenzaba a creer que nadie le felicitaría por sus cincuenta años saludando a calagurritanos y forasteros.

«Sin caducidad» de Álvaro Abad San Epifanio

Esta pequeña historia corrió de boca en boca hasta que los años la arrinconaron en el olvido.
Mi abuela, sin embargo, siempre la recordó nítidamente.
Y así me la contaba ella.
Corría 1937. Una joven, como otras muchas, trabajaba en una conservera de Calahorra.
Revisaba el etiquetado de las latas de pimiento, tomate y ahora también de rancho que enviaban al frente en camiones. A escondidas, la muchacha, con una esmerada letra, escribía
sus poesías románticas en el reverso de algunas etiquetas, soñando con reconfortar al desconocido combatiente que encontrara una de ellas.
Lejos, en una trinchera embarrada, un recluta buscaba cualquier papel para liar un cigarrillo.
Rasgó la etiqueta de una lata y descubrió un hermoso poema manuscrito que guardó bien doblado en la petaca para leerlo a solas cada noche.
Acabada la guerra el soldado viajó hasta Calahorra. Encontró la fábrica y cortejó a la autora de aquellos dulces versos. Pronto se enamoraron, pero los padres de ella, partidarios del bando contrario, no pusieron buena cara y el apenado joven marchó definitivamente.
Cuando mi abuela falleció, cumplí en secreto su último deseo: quería que ocultara en su pecho, junto al corazón, aquella antigua fotografía de un apuesto militar.

«¿Y si…?» de Antonio Gómez

No me había percatado de él nunca, pero ahora, desde mi balcón, aparte de contemplar la grandiosidad de la catedral de Calahorra, me he dado cuenta que frente a mí, vive el chico más guapo del mundo. Cada mañana sale a regar unas plantas, que son de plástico. Supongo que lo hace para abstraerse de todo lo que estamos viviendo en estos días. Yo lo miro de reojo para que no se dé cuenta y me pregunto: ¿Y si le doy los buenos días? Pero creo que ni tan siquiera se ha dado cuenta de que estoy aquí, cada mañana, mirándole de reojo solo para verle. Se me escapa una sonrisa imaginándome que podamos conocernos algún día.
Aquí estoy, regando esta absurda planta de plástico. Es lo único que se me ocurre para ver a mi vecina. Creo que es la chica más guapa del mundo. Cada mañana está ahí, contemplando la grandiosidad de la catedral. ¿Y si le doy los buenos días? Es absurdo, creo que ni tan siquiera se ha dado cuenta de que estoy aquí, en mi balcón, cada mañana, solo para verla, mirándola de reojo y preguntándome, porqué se le escapa una tímida sonrisa.

«La chica del cable» de Javier Jiménez López

Únicamente tenía que cruzar la calle Grande para hablar contigo, pero me faltaba el valor. Bajé a la taberna del Críspulo y le pedí que conectara el marcapasos: “¿Adónde llamarás? –espetó mientras pulsaba el botón sin dejar de servir chatos. Respondí que daba igual, que tú no tenías teléfono en casa. No entendió nada y tampoco le hacía falta. Contestaste con tu nombre inventado y, con voz profesional, me preguntaste que con quién quería hablar; aguardabas, dispuesta a alargar infinitamente tus brazos, para conectar clavijas, para unir dos puntos diferentes del mundo, y llevar entre ellos cualquier mensaje; ¡menudo invento el de la Telefónica! Pero no había ningún número que marcar. Sólo pretendía hablar contigo así que te lo dije: te dije que lo sentía, que lo podíamos hablar, que podíamos estar juntos siempre, que nada nos podía separar, que te amaba… Te lo dije todo pero, cuando llamé, tu corazón comunicaba.

«El jardín del olvido» de José Luis Arellano Sáenz

Una noche más, sentada frente al espejo, Alitza se colocó los viejos pendientes que su madre le entregó la víspera de la salida. Y de nuevo, la lupa prodigiosa del tiempo, convirtió su otoño envejecido en el rostro trasparente de aquella joven, que un lejano atardecer de mayo, reflejaba sus pendientes y su tristeza en el cristal de la ventana. La brisa, acariciando sus cabellos, despertó la veleta de los sueños orientando su mirada y su imaginación hacia la entornada ventana de la alcoba. Y una vez más se produjo el hechizo. Cuando yo era niña, siempre contaba, que el día de la diáspora una fuerza extraña le arrastró fuera de la ventana y voló sobre tejados humeantes de fogones encendidos, sobre ropa tendida al sol y sus fragancias y colores quedaron cautivos en su corazón. Su rosal se ha marchitado en el jardín del olvido. Los delirios y ausencias de su confusa cabeza, la trasladan en sus fantasías, hasta las estrechas calles de su añorada aljama de Calahorra. La abuela Alitza viaja cada noche a sí misma, en busca de los aromas de infancia, porque en su mente siempre estuvo, el desandar en su imaginación, este camino sin retorno.

«Deuda secular» de Álvaro Abad San Epifanio

Era una de esas pesadas noche de verano en las que dormir se antoja complicado. Asomado al balcón buscando aire fresco llamaron mi atención dos gatos enzarzados en una escandalosa
pelea. Decidí grabarlos con mi cámara, pero a los pocos segundos huyeron despavoridos, asustados por algo que yo aún no podía ver. Continuaba grabando cuando una sombra emergió súbitamente de la nada. Flaco y menudo, se sentó en el suelo, frente a la Matrona.
Sus ropas, solo harapos, hablaban de otro tiempo. Parecía reclamar algo a la estatua.
Permanecí inmóvil, guardando un atónito silencio. El chico se incorporó para encaramarse al pedestal. Aunque resbalaba y caía, volvía a intentarlo. Estaba convencido de que tramaba
robar el cuchillo, pero trepar le resultaba imposible. Le llamé la atención, se giró y entonces interpreté su torpeza para escalar: el muchacho tan solo tenía un brazo. Cruzamos las miradas hasta que desapareció, sin dejar rastro, como se esfuma un fantasma.
Rebobiné la grabación de la cámara una y otra vez. Después de los gatos, nadie más aparecía en la escena.
Creo que el desdichado manco tan solo pretendía que la Matrona le devolviera aquello que una vez fue suyo. Y no era el puñal.

«Los lectores» de Patricia Rivas Puerta

Habían transcurrido unas cuantas horas desde que Pili, la dueña de la librería, cerrara su establecimiento después de un largo día de trabajo. Eran malos tiempos y las ventas habían caído estrepitosamente en el último año. Dichosas descargas. Ese invento del demonio estaba acabando con todo lo que siempre había amado. Tenía una exquisita colección de vinilos y los libros raros más buscados por los coleccionistas. Ya casi nadie compraba en Deseos (así era como se llamaba su tienda desde hacía veinte años) pese a encontrarse en el mismísimo centro de Calahorra. Los que se asomaban, solían ojear los libros, sus hermosas portadas, y muchos olían la promesa de sus páginas aún inexploradas, pero la mayoría se despedía minutos más tarde con una sonrisa amable y melancólica sin adquirir nada. Llevaba intentando salvar el negocio demasiado tiempo. Se sentía cansada, como un libro viejo. Aquel día habían empezado con el embargo y Pili echó el cierre al candado de sus sueños.
Habían transcurrido unas cuantas horas. El sobre dormía entre las páginas de lo último de Auster. Era el dinero de los lectores que miraban, ojeaban, y salían de Deseos con una sonrisa amable y la esperanza de volver mañana.

«Primavera» de David Gómez Garrido

Dicen que la vida es tan simple y complicada como uno quiera hacérsela. También dicen, de entre esas muchas cosas que se dicen, que las personas no somos conscientes de esas pequeñas anécdotas que vivimos y que nos quedan guardadas en un diminuto resquicio de nuestro cerebro para siempre.
Hoy paseando por la Calle Mártires, he parado a saludar a un conocido justo frente a la fachada de la casa de ‘Las Cariátides’ y sin darme cuenta he recordado una breve pero intensa conversación que tuve justo ahí con mi abuela cuando yo era un crío;
– A ver cariño, dime cuál es tu estación favorita y por qué.
– La primavera, deja de hacer mal tiempo, hay más sol… y podemos quedarnos más rato a jugar. Es cuando empieza lo bueno. ¿Y la tuya abuela?.
– Vaya, a mí me pasa lo mismo. Y ¿por qué?
– ¿Ves esas cuatro figuras de la fachada? Cada una es una estación. Yo conocí a tu abuelo justo debajo de la primera, la primavera, y también pensé lo mismo que tú, que ahora venía todo lo bueno.
Y así, una simple conversación puede lograr removerte los sentimientos y sin explicación alguna quedarse grabada en tu recuerdo de por vida.