Ganador:
«La Dama de Calahorra» de Isabel Lizárraga Vizcarra
La Dama de Calahorra inspeccionó a los visitantes del Museo con ojos golosones.
Aquellos dos muchachos que la estaban observando parecían derretirse admirando su sedosa cabellera de mármol blanco y su nariz recta. Pero no, pensó, quizás mi cuello grueso y mi mentón robusto sirvan mejor para enamorar a las dos chavalitas de la entrada. Y es que… ¿soy una mujer o soy un hombre? La Dama de Calahorra suspiró desechando la pregunta que los estudiosos ya se habían hecho unas cuantas veces. A ella, en realidad, le gustaban lo mismo los especímenes varones que las representantes femeninas.
“¡Oh, qué espanto!”, se alarmó, “¿Sería aquello homosexualidad, lesbianismo o poliamor?”
A la Dama de Calahorra le contrariaba el transcurso del tiempo: en la antigua Roma le había bastado con ser un joven efebo adorado por cualquiera de los sexos.
Primer accésit:
«Dudas» de Ernesto Ortega Garrido
Esta mañana el olor de la mantequilla le ha hecho vomitar otra vez y le parece que su madre ya sospecha algo. Pronto la cintura empezará a curvarse y los rumores subirán por la calle Grande hasta el Raso. Todavía no se lo ha contado a nadie. Ella nunca podrá ir a estudiar inglés a Londres, como esas chicas de familia de bien, pero ha oído hablar de remedios caseros, de la ruda y la canela y otras plantas que dicen que hay que meterse ahí dentro. También de una casa en el Arrabal, donde podrían ayudarle. Solo de pensarlo le tiembla el cuerpo. Por eso, esta tarde, al salir de la casa donde limpia, en el
edificio más alto de la ciudad, en lugar de coger el ascensor, decide bajar por las escaleras. Tiene 288 escalones para tomar una decisión.
Segundo accésit:
«La herida» de David Sota Herreros
Compartí durante aquellos años, desde el viaje en aquel vagón abarrotado hasta la nada y el abismo, la condena del milenario pueblo sin tierra. En el campo, desposeídos de todo sólo nos quedaban los sueños y el doloroso recuerdo de la libertad, sólo éramos un número. Allí se contemplaba la muerte a diario pero también el puro instinto de supervivencia, el cual, combinado con astucia y fortuna, permitió a unos pocos superar los inviernos, el hambre, las cámaras de gas o la ejecución arbitraria. Pese a todo, yo, que pensé cada día en la vuelta a casa, la sonrisa de Paula y el arrullo del Cidacos, por azares del destino formé parte de esa aristocracia que resistió hasta la liberación el 5 de mayo de 1945. Desde entonces, aunque los españoles no tuviésemos pueblo al que volver, todos éramos plenamente libres. Sin embargo, siempre llevaríamos abierta la herida de Mauthausen.
Seleccionados:
«Cataclismos baratos» de Jesús Cuartero
Sabía que se había metido en un buen lío. No había sido buena idea jugar al fútbol tan cerca de esa ventana. Su padre le iba dar unos buenos palos en cuanto llegase a casa. Pensó en fugarse. No le sedujo la idea. Pensó a lo grande, lo único que podía salvarle era el fin del mundo. Solo podía provocar un apocalipsis barato. Conocía la leyenda que decía que el fin de los tiempos vendría cuando al relieve de San Jerónimo se le cayese el pan que sujeta en una puerta de la Catedral. Eligió piedras. Apuntó como en la caseta de las ferias, falló. El ruido alertó al Deán. Lo cogió de la oreja y lo llevó ante su padre. En cierto modo consiguió su objetivo, la paliza no se la dieron por su labor de delantero centro, sino por haber atentado contra el patrimonio del S.XVI.
«El puente» de Mario Herreros Fernández
—“Cada vez me cuesta más esfuerzo regresar a casa desde La Ambilla. Los años no perdonan, pero solo el hecho de cruzar el puente me hace sentir más joven. Desde ahí arriba poco importa si el Cidacos lleva mucha agua; uno se encuentra más seguro. Algunos días me detengo, junto a la barandilla, a observar y escuchar el discurrir del río. Es como si quisiera contarme su quehacer cotidiano, lo mismo que hago yo al escribir este diario. Recuerdo perfectamente el día de la inauguración del puente. Tenía tan solo nueve años, pero percibí enseguida la importancia del momento. Sentí el orgullo de ser
calagurritano y pertenecer a una ciudad pionera en ese tipo de construcciones”—. El abuelo cierra el cuaderno—. Es hora de dormir.
—Yayo, ¿ese abuelo tuyo que escribió eso fue al que mataron?
—No, murió de viejo.
—¿Y el puente?
—A ese sí lo mataron.
«Tampoco es para tanto» de María Félez Herreros
Corrió, corrió tanto que casi ni veía la torre de San Andrés. Los días que precedían a ese caluroso 10 de julio habían sido agitados en las calles de Calahorra. Los gritos de sus amigas aún resonaban en su cabeza, los cristales rotos, las piedras volando… La llegada del batallón asustó un poco a los que pensaban que nada podía conseguirse ya. Seguía corriendo. Seguro que la buscaban, tampoco entendía muy bien por qué. Al final sólo intentó ser amable y quitarle un resto de mostaza de aquel poblado bigote.
«Fame» de Enrique Cabezón García
A Oborius el último retorcijón le hace perder la vista unos segundos, está débil, el pequeño cuchillo que cuelga de su cinturón le pesa como si cargase con un quadrantal. Los legionarios de Metelo y Pompeyo han arrasado el campo y apenas queda ganado en la población, no se ven perros, ni gatos, ni siquiera las ratas se atreven a cruzarse con ningún ciudadano calagurritano. Abraza a Pisina, su mujer, y a Araca, su hijo, preguntándose por ese horroroso aliento que les aqueja después de catorce jornadas de privación. Oborius tiene un hambre voraz como cuando los lobos bajan al valle a la caza de sus animales. El pequeño Araca se ha quedado quieto y frío hace horas, su piel es gris como los cielos de invierno sobre el Hiber. Oborius, febril, intenta negar lo que acaba de pensar pero su mano empuña ya el mango de su pequeña arma.
«Lágrimas» de Javier López Cristóbal
Caminaba a paso ligero mientras la lluvia le impedía ir tan rápido como quería, se había demorado comprando en el raso y llegaba tarde. Fue pensando alguna excusa para evitar el castigo que le esperaba. A él no le gustaba llegar a casa y encontrarla vacía. A medida que se acercaba al arrabal fue distinguiéndolo, de pie en la calle esperándola, a pesar de la lluvia que le empapaba sonreía mientras sus manos cobardes jugaban con la barra de hierro reservada para las ocasiones. Empezó a temblar a la vez que lágrimas de terror resbalaban por sus mejillas, de repente la noche se hizo día por unos instantes, oyó su grito mientras humo y fuego ocupaban su visión. Se detuvo incrédula por lo que estaba viendo, las lágrimas siguieron cayendo pero esta vez de alivio. La naturaleza combinada había derribado al agresor hiriéndolo hasta consumirlo, justicia, al fin era libre.
«La mancha» de Javier Jiménez López
Me he puesto mi mejor camisa, la azul de doble puño. La compré en Anvic, en la Gallarza. A ella le encantó cuando pasamos por el escaparate. Conocía al dueño, Raúl, una rara avis que hacía las veces de comerciante y cantante melódico. Mientras me anudo la corbata frente al espejo, veo una mancha. Llego tarde. Corriendo, la cambio por otra. Ésta la compré yo solito.
¿Sabes? Siempre que me miro al espejo pienso en la familia. La familia es en sí misma un espejo. Te miras y reconoces en ella.
La segunda camisa es verde. ¡No puede ser! Sucia también. Tendría que despedir a la asistenta… si la tuviera. Vuelvo a cambiarme. ¡Cielos, la mancha sigue ahí! ¿Tres camisas y tres manchas?
Al final, he frotado el espejo con un paño. Mis tres camisas están ahora limpias.
Por cierto, me he divorciado. Supongo que también he frotado ese espejo.
«Sueño de pasado» de Liberto Alia
Murmullo de hombres. Voces de mando. Sonido de cascos de animal. Y por encima de ellos el barrito de un elefante, haciendo añicos el silencio de la noche.
Miles de soldados. Organizados en un ejército silencioso que aprovecha que el pueblo duerme para atravesar Calagurris. Caetras, pectorales, linotorax, cotas de malla que protegen a hombres de muy diversos aspectos, de muy diversas etnias. Entrechocar de picas y falcatas, por el esfuerzo de tan duro ascenso. Sandalias que resuenan en el empedrado al ritmo marcado por el toque quedo de un único tambor. Rostros serios, almas cansadas en la subida de la cuesta que les llevará de la ribera del río Cidacos a la puerta de acceso a la ciudad. Y un líder que arenga desde la cima. Aníbal.
Miro por la ventana hacia la cuesta del Postigo y puedo verlos, evocación de mi reciente sueño. Fantasmas de una gloriosa historia.
«La Realidad» de M.ª Antonia San Felipe
En septiembre la abuela se sentaba en su silla de anea junto al hornillo de asar pimientos, ensimismada les daba vueltas como si fueran recuerdos.
-¡A mi Antonio me lo quitaron en lo mejor de la vida! Fue por la huelga, sacaron la cara por los demás y, matándolos, quisieron matar La Realidad- exclamó aquella tarde viajando su dolor por el pasado.
Heredé su vieja Singer. En su interior, además de agujas, guardaba un carnet del abuelo: Sociedad de Hojalateros y Cerradores “La Realidad” (UGT).
La tristeza me golpeó con aquel enigmático recuerdo. Supe que el 24 de junio de 1936, tras una huelga, “La Realidad”, la CNT y los patronos firmaron la jornada de 44 horas en las conserveras de Calahorra. Días después llegó otra realidad que ella jamás pudo olvidar. Comprendí por qué la abuela lloraba junto al hornillo mientras volteaba el dolor y los pimientos.
«El paseo» de Rafael Puy Cristóbal
Había hecho un día de mucho calor pero el ligero cierzo le dejaba por fin respirar. Tomó aire profundamente y lo saboreó como si fuera un gran manjar. Como cada noche había salido al corral a estirar las piernas y desentumecer las articulaciones. No es que fuera un gran aficionado a los paseos pero era su mejor momento del día y se sentía hasta libre. Qué pena, todo iba a cambiar a partir de ese momento, Pedro, su envidioso vecino, lo había visto paseando esa noche por el corral y sabía que lo denunciaría. Se acabaron los días de esconderse en la pequeña cámara oscura de la trastienda que lo había ocultado desde que vinieron a buscarlo al empezar la maldita guerra.
«Intolerancia» de Vicente Diestro Guil
“¿Y por qué debemos marcharnos?, nací en Calahorra, es mi casa, y además perderé mi negocio, mi capital… y al fin eso no importa, pero tengo miedo, si, por mí, por mis hijos y mi esposa, me avergüenzo pero tengo miedo, no puedo hacer nada, Señor, que prueba nos envías, somos inocentes, nos tienen envidia, pero no entienden… es mi tierra, el solar de mis antepasados… no podremos soportarlo, Dios mío, donde iremos, mi patria, mi ciudad, ya no soy joven, no puedo empezar de nuevo, no lo resistiré…”.
Sholomo ben Levy se cubrió el rostro con ambas manos, abatido. Hacía tiempo que corrían sombríos rumores acerca del edicto de expulsión, pero como muchos de sus hermanos jamás pensó que se haría efectivo. Lloró como un niño en la trastienda durante toda la tarde y, tras serenarse, se dispuso a hablar con su familia para iniciar los preparativos del viaje.
«Las tres leyes» de Vicente Subirán
Levanta la niebla, es un buen momento para el paseo virtual por el Mercadal.
Tras la opípara comida dominical, hoy tocan las píldoras rojas reservadas para los días de fiesta, (esencia de patorrillo, concentrada en un microgramo), estoy preparado para continuar mi investigación en el archivo del Antiguo Cuartel, cuando me topo con el bando digital proyectado en todos los dispositivos que hay a mi alrededor:
Las tres leyes
1. Un ciudadano no debe recordar el pasado, reflexionar sobre lo ocurrido en otros tiempos y mucho menos dejar constancia de todo ello.
2. Un ciudadano no debe prever que puede ocurrir en el futuro, ni especular, y mucho menos participarlo de alguna forma a sus conciudadanos.
3. Un ciudadano es libre de pensar en lo que le plazca, con tal de que no esté en conflicto con la primera o segunda leyes.
Publicado en sede electrónica del Ayuntamiento. Año 2058.
«Lamento» de Angélica Herreros Losantos
Solo hierro y piedras. Fui callado testigo de vuestras vidas, contemplando el devenir de la ciudad con sus grandes acontecimientos y los triviales asuntos cotidianos. Soporté vuestro paso a pie, sobre mulas, en carros, después los primeros coches… Siempre firme, salvando el paso del rio. Salvando el paso del tiempo.
Solo hierro y piedras. Historia de Calahorra, ciudad aguerrida y orgullosa, que llora porque ya no me tiene, ni tiene su Paseo, ni sus Soportales, ni las nobles casas. Llora. Podéis oírla, si es que queréis escuchar sus lamentos, cuando hace guardia a la puerta del cementerio viejo para que nadie se atreva a derribarlo también.
Espera temerosa el día en el que se quede desnuda, despojada de todo. Ese día la ciudad de los mártires se quedará en silencio porque su espíritu se irá a esconder bajo la tierra, donde guarda los tesoros enterrados que aún están a salvo.