Ganador:
«¡Y adiós muy buenas!» de Bernardo Herreros Losantos
Estoy jugando bien y con tranquilidad. A pesar de que todo el dinero que teníamos en la cuenta está sobre el paño verde de la mesa. Ese dinero que siempre consideraste de tu exclusiva propiedad.
Sigo cubriendo las apuestas y he doblado la cantidad inicial varias veces. Empujo el rodillo con suavidad y las ocho bolitas vuelven a entrar en la tronera. El encargado de la mesa anuncia: «¡Buenas!».
Casi puedo verte, encarnado por el humo, los vapores etílicos y la frustración de los perdedores.
Ya entiendo por qué no dejan entrar a las mujeres y por qué le llaman el juego de los borregos.
Va siendo hora de recoger las ganancias y marcharme.
Salir de allí y escapar de la mierda de vida que me has dado.
Solo espero que ahora no se me despegue el bigote postizo.
Primer accesit:
«También fuimos emigrantes» de Javier Gutiérrez Moreno
El reloj de Caja Zaragoza marcaba las 4 de la madrugada. Se lamentó. Había calculado mal. Era demasiado pronto.
Sabía que el mercado de frutas y verduras del Raso, no comenzaba la jornada hasta las 6 de la mañana.
Tuvo tiempo de pensar. Había abandonado Calahorra hacía muchos años. Alemania había sido su destino. Otro emigrante más.
Tenía tiempo para dar una vuelta en su flamante mercedes. Lo importante era que sus paisanos le vieran entrar con su coche.
Descubrió varias calles asfaltadas, nuevos edificios, incluso uno gigantesco al final del Mercadal. ¡Cuánto había cambiado su ciudad!.
Enfiló hacia la calle Mártires. Ya era la hora. Debían verle entrar con su coche, era lo previsto. El triunfo estaba en ese trayecto.
Encontró a Mariano, su amigo de la infancia. Paró el vehículo y le saludó. —¡Menudo cochazo!
Se sintió victorioso, poderoso. Y algo preocupado. Mariano podía haber rallado la carrocería con su carro. Tenía que tener cuidado.
Dentro de una semana debía devolver el coche a la agencia de alquiler.
Segundo accesit:
«La muerte de un caracol» de Alvaro Abad San Epifanio
Arrastrando su concha marrón con franjas ambarinas un caracol recorre con parsimonia el rostro arrugado del hombrecillo que yace sobre las alcachofas. Ha trepado por su cuello después de que aquel cuerpo viejo y menguado se desplomara mientras trabajaba la huerta. Cantan los pájaros desde la higuera, ajenos al suceso. La primavera ha despertado de golpe a todos los insectos, que revolotean en zigzag incapaces de decidir si van, o si vienen. El caracol se desliza ahora por la camisa del difunto, dejando una ondulada firma de baba que el sol reseca y abrillanta. Tras largos minutos llega hasta la bota izquierda y desciende por ella hacia la tierra húmeda, donde se detiene para encoger sus cuernos y volverlos a extender antes de continuar la marcha. Atraviesa sin prisa la zona de ajos, escala una calabaza, mordisquea las hojas de una coliflor y franquea los ríos de lechugas antes de alcanzar el camino asfaltado, donde un silencioso coche eléctrico lo aplasta sin ni siquiera darse cuenta. La atenta urraca, única testigo, se lanza a picotear sus restos.
Nadie echará de menos al caracol. Pero, desde el próximo jueves, el mercadillo del Raso extrañará para siempre al último hortelano de Calahorra.
Tercer accesit:
«El señor regidor» de Gabriel Tricio Sada
Calahorra, 26 de abril de 1694
Si alguien lee este manuscrito, será que yo, uno de los regidores de Calahorra, no he tenido la fortuna de disfrutar de lo que he ganado, con mi propio esfuerzo, en esta ilustre ciudad.
El salario es bajo, unos 3.000 maravedíes al año. El tiempo en el puesto es corto, en general un año o año y medio, más o menos, salvo que tengas la suerte de ser elegido de manera perpetua.
Con estas condiciones, entenderán que necesitemos algún complemento que nos ayude a sobrellevar el día a día con cierta tranquilidad.
Entre mis cometidos está el de otorgar los permisos para desempeñar oficios. Y todo depende de la generosidad de los candidatos. También obtengo beneficios del abasto del trigo y de su reparto a las panaderías.
Así que, ya ven. Mis sudores me ha costado llenar esta tinaja de monedas.
Calahorra, 26 de abril de 2024
—¡Los vecinos siguen de obras y no hay manera de dormir la siesta!
—¡Papá, ha caído parte de la pared de la escalera!
—¡Lo que faltaba!
—Oye, se ve una tinaja.
—A ver si salimos de pobres…
Seleccionados:
«Con buena letra» de Ernesto Ortega Garrido
Mi abuelo me leía las cartas que mi madre nos mandaba desde Venezuela. En ellas me contaba que había tenido que marcharse de Calahorra porque aquí no había futuro, que allí a los cacahuetes les llamaban manís, que el mar era de un azul precioso, que estaba ahorrando para venir a buscarme. Que me quería. Mi abuelo me enseñó a leer y escribir. Lo que soy se lo debo a él. Siempre me ayudaba a contestarla. Le hablábamos de mis progresos en la escuela, de los paseos por los Agudos, de las labores en la Algarrada, de las ganas que teníamos de verla. Un día descubrí que la letra de mi madre se parecía demasiado a la del abuelo, que la verdad es demasiado dura para contársela a un niño y que solo el tiempo puede enseñarte a perdonar. Pasaron los años, mi abuelo fue perdiendo la vista. También la memoria. Como ya no podía hacerme cargo de él, tuve que ingresarlo en Los Manitos. A veces, cuando voy a visitarlo, le digo que ha llegado una carta nueva. Él me pide impaciente que se la lea.
«Cuenta atrás» de Angélica Herreros Losantos
Se afanaba en rehacer su tela cada mañana, con su fina seda restablecía la simétrica armonía. La araña pugnaba en ese rincón de la alcoba por mantener una porción, aunque fuera minúscula, de resistencia ante el abandono.
El silencio mortal se había instalado hacía tiempo en esa vieja casa. Muertos los señores, indolentes los herederos, era reina de las estancias la añoranza de otros tiempos… Y solo se esperaba ya el derribo. La modernidad en la pequeña ciudad bimilenaria tenía un alto precio que se pagaba siempre en silencio.
Una tarde del último invierno algo rompió la monotonía. La vibración en su tela la alertó mucho antes de verlo aparecer. Observó desde arriba expectante al intruso que caminaba de puntillas mirándolo todo: los viejos muebles, los libros cubiertos de polvo…, fascinado los acariciaba con delicadeza. Envuelto en la tenue luz del ocaso, aquel muchacho llevaba a cabo un ritual ungiendo cada objeto, reconfortándolos en su final. Enternecida por ese gesto, se dejó caer y su hilo de brillante seda osciló ante los ojos de él para llamar su atención y guiarlo hasta un delicado escritorio. Sobre él, en un pequeño marco de plata, una joven sonriente parecía agradecerle la visita.
«Renacimiento» de Agustín Martínez
Me llamo Poggio Bracciolini, florentino, y en este año de Nuestro Señor de 1416 me encuentro en Constanza como asistente conciliar por encargo papal, dirimiendo el destino de la Iglesia tras el reciente cisma de Occidente.
Cierto es que no me seducen esas disquisiciones, sinceramente me aburren. Bien es cierto que aprovechando estos largos viajes, indago en antiguas abadías pergaminos olvidados que iluminen el renacer de Europa en estos primeros compases del siglo XV, tras siglos de pestes, guerras y hambrunas.
Hoy, día de asueto conciliar en la abadía benedictina de San Galo, con el beneplácito de su abad reviso en dependencias anejas al scriptorium, no sin reticencias de sus escribas, códices que en ninguna otra parte he visto o no me han permitido ver tras subrepticias artimañas.
Aún emocionado, hallé días atrás comentarios perdidos de la obra de Cicerón, y hoy, ante mí, veo y leo fragmentos desconocidos de Homero, Virgilio, Apuleyo, Plinio… tomo nota de todo, transcribo con énfasis aumentando mi avidez por los últimos códices aún por revisar…
¿cosa leggo? ¡non è possibile!
Leo… releo… necesito cerciorarme… Deletreo despacio, placenteramente…
Institutio Oratoria…
¡¡la obra perdida del gran orador calagurritano Marco Fabio Quintiliano!
«La insistente» de Javier Gutiérrez Moreno
—ya lo siento, pero no puede ser.
No se inmutó, tenía tiempo, esta vez no se daba por vencida. Eran muchos viajes, mucha insistencia y ni un solo resultado.
Le instó, nuevamente, a poder hablar con el señor director. El empleado, atusándose el bigotillo, meneó la cabeza ligeramente de izquierda a derecha.
Tenía 3 hijos, un marido despreocupado, mal trabajador y buen bebedor.
Llevaba 4 años, 3 meses y 25 días trabajando en la conservera más importante de Calahorra. Se ganaba el jornal, el sobre semanal, con su esfuerzo y con su sacrificio.
No pedía nada que no fuese suyo, no pedía ni favor. Pedía su dinero, ganado justamente. El empleado le conminó a abandonar la ventanilla.
—le repito por enésima vez que sin la firma de su marido, usted no puede sacar dinero. Haga el favor, está usted interrumpiendo la fila. Y no sea tan insistente… dejé ya de venir todos los días.
—Usted cumple con su deber – le contestó —yo cumplo con mis derechos. Mañana, pasado mañana y al otro…volveré. Sé que algún día esto cambiará.
—Cómo usted diga, señora. Al abandonar el banco, sonrío.
«Recordar nuestro pasado» de Javier Gutiérrez Moreno
Descendía por la cuesta de la catedral. Divisé a mi abuelo, como siempre, sentado plácidamente a la puerta de su casa.
—Hola, abuelo.
—vaya… por fin… uno que habla.
—No te entiendo, abuelo.
—¿sabes?, antes, todos nos saludábamos, era igual joven que viejo, del pueblo que forastero. Siempre teníamos unas palabras. Ahora, ya nadie saluda, nadie se para, todos van mirando esas malditas pantallitas.
—Yo te escucho…
—Ya… serás el único. Antes todos se sentaban un ratito conmigo. A todos les contaba historias de Calahorra, historias de antaño, incluso de la época de los romanos, de Quintiliano, de Sertorio, de los árabes, de los judíos, de la guerra, de la peste española…en fin… historia viva de Calahorra…Incluso leyendas…
—¿leyendas?
—Claro que sí… zagal. Ahora, a nadie le importa ni las leyendas ni nuestro pasado. Ahora nadie quiere recordar. ¡Recordar nuestra historia es vivir!, hijo
—Me tengo que ir. Tengo prisa, abuelo.
—Ya…como todos… Al alejarme oí su voz
—Por cierto… tú ¿de qué familia eres?
¡¡¡Puñetero alzhéimer!!!, susurré entre dientes.
«Las cartas» de Alvaro Abad San Epifanio
No fue hasta pasado un buen rato después de recibirla cuando se decidió a coger las tijeras y, con manos temblorosas, cortar el canto del sobre. Extrajo el contenido con las yemas de los dedos, y se sentó. En una mano, ese sobre, con el inconfundible sello de la fábrica de conservas en el remite. En la otra, la carta. En su mente, las últimas huelgas. La lumbre proyectaba luces y sombras sobre su rostro asustado y pensó en arrojar ese maldito correo a las llamas para después hacer como si nunca hubiera existido. Apoyó las manos en su regazo y miró una y otra vez esos papeles que habían llegado para arruinar su vida. El hijo mayor había sido llamado a filas semanas atrás, y en casa ya solo entraba la exigua paga del esposo. Si esa carta significaba el despido ya podían prepararse para lo peor, y lo peor era la miseria, y la vergüenza.
Afortunadamente, el comunicado era otro: crecían los pedidos de comida enlatada para el frente, y la conservera renovará los contratos de trabajo. Pudo respirar tranquila.
Días más tarde el cartero trajo otra carta. El remite, esta vez, traía el inconfundible sello del ejército.
«Como ella» de Santiago Peña López
El día que le diagnosticaron la terrible enfermedad, al pasar junto a La Matrona, María le dijo a Fabio:
—¿Sabes? Voy a ser como ella
—¿Cómo? —Le contestó él sorprendido
—Sí. Al igual que ella, que durante el asedio romano, se dedico a ir encendiendo por las noches las lumbres en las casas, para que los romanos, pensando que la ciudad resistía y que el asedio no servía para nada, se retirasen. Yo, me voy a arreglar todos los días y saldremos a la calle con la mejor de nuestras sonrisas. Quién sabe, igual así la enfermedad piensa que no está logrando su objetivo y me abandona.
Fabio, conteniendo las lágrimas en sus ojos, la miró con una dulce sonrisa y le contesto: -Si cariño
Y así, todas las mañanas, María se arreglaba y después cogía a Fabio del brazo le guiñaba un ojo y sonriendo le decía:
—¿Vamos?
Y salían a dar su paseo.
Pero esa mañana María se levanto peor de lo habitual. Fabio llamó al 112 temiéndose lo peor.
Cuando la metían en la ambulancia ella cogió a Fabio del brazo. Sonriendo y guiñándole un ojo le dijo:
—Parece que los romanos han vuelto a ganar.
«Salta y respira» de Javier Sota de Diego
A mi hermano Jose le encantaba el riesgo, aunque a finales de los sesenta los juegos de niños giraban siempre en torno al peligro. Nada era virtual, todo era real y, a veces, peligrosamente real.
Los pajares eran parques de atracciones para los chicos donde practicar actividades excitantes. Yo con cinco años tenía vetados esos ejercicios, pero mi hermano con diez hacía tiempo que escalaba entre balas de paja y bordaba el salto posterior para volver a empezar.
Nada hacía presagiar que bajo aquel montón de paja suelta se encontraba un arado a la espera de un valiente saltarín. El salto fue perfecto, pero su grito al fundirse con la paja nos dejó helados. Salió agarrándose el pecho. Varias costillas se le habían clavado en la pleura y, a cada minuto, el pobre se hinchaba como un globo. Respira…
“Vamos donde papá”, me dijo.
Transportes Escalona no quedaba muy lejos, pero se nos hizo eterno. Mi padre reaccionó rápido: “Don Pedro, déjeme el coche que esto parece serio.”
Con el Seat 400 negro azabache se plantaron en Logroño en un suspiro. Pidió ayuda al llegar. Apareció una doctora y mi padre sin apenas mirarla insistió.
“Un médico, ¡por favor!”
«Aquel día» de David Sota Herreros
Las solemnes celebraciones religiosas exigían, cuando todavía vivía mi abuela, una gran comida familiar. Si hacía buen tiempo, solíamos comer juntos en el huerto, pero si el astro no acompañaba, como aquel día, la matriarca nos acogía en su casa. Allí, nada más llegar, los nietos huíamos a la habitación de nuestro tío, quien, con mejor o peor humor, acababa dejándonos entrar. En ese espacio de libertad infantil, con una litera y tres grandes cojines, pasábamos las horas mientras los mayores parloteaban en el salón comedor.
Aquel día, pasadas las dos de la tarde, tras un gran estruendo, acompañado por una extraña vibración, nuestra abuela, a quien rara vez vimos enfadada, abrió la puerta al grito de “¡¿qué habéis hecho?!”, temiendo, probablemente, que hubiéramos tirado abajo la litera, cuya estabilidad siempre me pareció sospechosa, o que alguno de nosotros se hubiera caído desde la cama superior. Pero nada de eso pasó. Justo entonces, nos llamaron desde el salón y, gracias a la tele, mi abuela supo lo que había pasado. Yo, que tardaría unos años en entender todo aquello, contemplaba el humo desde la ventana.
Era Viernes Santo y ETA había atentado en Calahorra.
«El viaje» de David Sota Herreros
En 1921, Maxi estaba cursando el último año de Teología en el colegio del Carmen cuando los Padres franceses, que por entonces regentaban el convento, decidieron retornar a su añorada Aquitania. Lo hicieron entre febrero y marzo, y con escándalos, pues corrió la voz por Calahorra de que estaban vendiendo libros antiguos y llevándose lámparas e imágenes sagradas.
No obstante, lo que realmente preocupaba a mis padres era que Maxi partiría con los carmelitas para terminar sus estudios y ordenarse sacerdote en Francia, el país de la Revolución. Ya desde allí, las cartas, pocas y breves, que mi hermano nos mandaba solo acrecentaron el paternal temor. El motivo de su preocupación era evidente: todos los familiares, que por ambas ramas salían de España, nunca volvían.
Al fin, en agosto, acabado el curso, el primogénito regresó a Calahorra en un tren desde Burdeos, pero lo hizo sin sotana, sin vocación y, quizá, sin algo más profundo, como un “seminarista descarriado”, decía mi padre, aunque hablando un perfecto francés. Nunca supimos con exactitud lo que pasó al otro lado de los Pirineos, pero había vuelto: estaba en casa.
«Guarda este papel» de Guillermo Martínez Pascual
Era la madrugada, aún no había salido el sol, cuando José comenzaba su trabajo de mantenimiento en el cementerio de Calahorra. Limpio todo ya, sólo unas malas hierbas por quitar.
De repente, al otro lado del muro, el sonido de una camioneta se detiene y se apaga el motor. Las cartolas caen y escucha un áspero “¡Bajad!”.
José deja todo, fruto de la curiosidad. Permanece en silencio. Inmediantamente, una ráfaga de disparos le asusta y su cuerpo reacciona agachándose tras una lápida.
Acto seguido escucha: “¡Bueno, “zarpas”, ya no darás mas guerra!”, y por encima del muro vuela un cadáver que cae justo al lado de José.
Comienza a temblar y rápidamente reacciona cogiendo un papel y un lápiz, escribiendo: “Zarpas, pelirrojo, chaqueta marrón, pantalón azul y peca en la cara. Unos 17 años”
De nuevo, esas voces ásperas pronuncian: “Ale, “Urtu”, por listo!” y un nuevo chico, de unos 20 años, con chaqueta negra y boina, cae casi en el mismo sitio.
José anota como con “el zarpas” la descripción. Y así hasta 16 cadáveres. Llega a casa, le da el papel a su hijo y le dice: “Guarda esto, algún día te lo pedirán y será muy importante”