Ganador:
«Semillas de girasol» de Javier Jiménez López
El de las plantas. Prefería botánico, pero quedaba grande para un pueblo como Calahorra, sin ateneo siquiera. Antes de la guerra, cogía libreta y carboncillos, circunvalaba las murallas hasta el río y, arremangado, dibujaba flores y hojas en el cauce del Cidacos. Estudiaba plantas y enseñaba en la escuela. Se suponía que también era republicano, aunque no estaba tan seguro. Igual le daba rey, presidente o cualquier gobierno; lo único que no quería era guerra. Había caído en ese bando, sin elegir, como la mayoría: el día del Alzamiento estabas en zona Nacional, eras nacional; estabas en zona roja, pues republicano. Un compañero de trinchera preguntó por qué se metía semillas de girasol en los bolsillos si no le gustaba comérselas.
– Me gustan las caricias del sol.- Nunca más volvió a preguntarle.
Un lugar extraño para que crezcan girasoles, piensa la chica, pero no sabe nada de plantas. Saca su móvil y hace una foto. Perfectos para Instagram.
El botánico republicano, la paz, caricias de rayos del sol. Unos girasoles. Una fosa común. Caricias de rayos del sol sobre los girasoles. El botánico, al fin en paz, espera a que la adolescente deje de tapar el sol. El sol.
Primera mención especial:
«La carta» de Gabriel Tricio
Alhucemas a 15 de mayo de 1922.
Querida Paquita:
Te escribo desde un blocao, una caseta en un alto para ver si viene el enemigo, aburrido por una guerra en la que no sé lo que pintamos. Si nos hubiéramos casado antes y hubiéramos tenido algún chiquillo, me habría librado. Qué pena.
Voy pasando los días viendo que los mandos militares son un desastre y la falta de medios es tremenda. Tengo un viejo fusil que no quiero disparar, no sea que se estropee antes de tiempo.
Pienso mucho en ti y, aunque solo hace dos meses que no estoy en Calahorra, me parece que hace un siglo. Recuerdo los paseos por el Cidacos, los almuerzos en el campo después de coger espárragos y las vueltas infinitas por el pueblo mientras cortejábamos. ¡Cómo nos miraban tus vecinas de arriba a abajo cuando estaban tomando la fresca y cuchicheando al oído! Todo me parece muy lejano ahora, en tiempo y en distancia.
Te echo mucho de menos, espero verte pronto, pero tengo un mandado que darte. Ve por Manzanillo y revisa que esté bajada la paradera, no sea que esté regando media jurisdicción.
Tuyo por siempre.
Segunda mención especial:
«El salto» de Álvaro Abad San Epifanio
Cierro los ojos intentando dominar el pánico y agarro con fuerza la barandilla, tan delgada que parece doblarse. Quiero que me vea saltar, y demostrarle que no soy ese cobardica que ella me cree. Cojo aire antes de comenzar el ascenso. Una docena de escalones empinados me llevan arriba y, tras el último, avanzo por la plataforma de cemento, encharcada y resbaladiza. Siento una brisa fría en la nuca, y vértigo, mucho vértigo.
A mi izquierda, el cementerio de La Planilla me espera tras los cipreses. A mi derecha, las cuadrillas que meriendan a la sombra de la grada jalean para que salte de una vez. A mi espalda, los chiquillos chapotean ajenos en la piscina infantil. Y, frente a mí, el vacío. Aunque me tiemblan las piernas, cojo carrerilla y me lanzo de cabeza.
Contra todo pronóstico emerjo ileso entre burbujas. Nado hasta el bordillo y subo exultante la escalerilla. Unos niños me señalan sorprendidos y ella, ruborizada, se acerca deprisa para cubrirme con su toalla.
Cuarenta años después aún presumo de aquel elegante salto desde el trampolín de las piscinas municipales. Pero ella, implacable, siempre me recuerda que salí del agua con el bañador enroscado en el tobillo.
Tercera mención especial:
«La ley de la botella» de Ernesto Ortega Garrido
La pelota pasó por encima de la tapia y cayó en el cementerio. El crecimiento de la ciudad había querido que el reino de los vivos y el de los muertos prácticamente colindasen. Apenas unos metros y un camino de tierra separaban el frontón y las piscinas de la tapia del camposanto. Salí a buscarla con la esperanza de que los cipreses hubiesen actuado de red y la pelota hubiese caído de nuestro lado. Ni rastro. -Ya sabes -me gritaron desde el frontón-, la ley de la botella.
El corazón se me aceleró y el miedo me atenazó las piernas, pero no podía negarme. -El que la tira va a por ella –susurré.
Salté la tapia. Nunca antes había entrado en el cementerio. Caminé lentamente entre las tumbas y los mausoleos, atento al silencio que me rodeaba, parándome a leer los nombres de los muertos y las fechas de defunción de las tumbas. Un hombre apareció de repente. En la mano llevaba una pelota de tenis. La levantó, mostrándomela. Se acercó hasta mí y me la tendió, sin decir una palabra. Regresé corriendo. Volví a saltar la tapia y enterré mi infancia.
Seleccionados:
«El viajero del tiempo» de Javier Jiménez López
El niño se acerca al puesto de golosinas. Acaba de conseguir cinco duros de su madre, quizá para que la deje tranquila, quizá porque se ha portado bien. Qué más da: tiene las veinticinco pesetas y el puesto del Perico delante de él. Aquella caseta verde junto al quiosco de periódicos es lo más para cualquier chaval. Primero te compras las chuches y luego te colocas por la parte de atrás, a ver portadas de los tebeos, revistas de coches y alguna revista… para más mayores. Aunque, antes de eso, tiene una tarea difícil: en qué gastarse los cinco duros. Regalices rojos, bolsas de pipas de a diez pesetas, chicles Boomer de a cinco, de fresa y o sandía. Los de menta no le gustan, que pican. Los de sandía huelen genial. Se les pasa el gusto rápido, pero no importa, puedes seguir mascándolos durante horas.
Los transeúntes miraban extrañados a aquel anciano que daba saltitos y sonreía al inicio del paseo del Mercadal. Quizá los más veteranos recordaban todavía el puesto de golosinas que allí había antes, pero ninguno comprendía qué pasaba. Javier tampoco: nadie le había avisado de que el Alzhéimer le podía permitir viajar en el tiempo.
«Miseria» de Mª Antonia San Felipe Adán
Aquella noche, cuando el médico atravesaba la cuesta de la Curruca, llovía. Mirando las chozas imaginó a sus habitantes esquivando goteras. Desde que comenzó la epidemia se pregunta qué mata más si el cólera o la miseria. Junto a una calleja del Arrabal vio al joven guía, su semblante traía la sombra del miedo. Con rapidez colocó las piedras por las que pasaron para evitar los charcos, después le levantó la cortina para entrar en el lóbrego habitáculo. El ambiente asfixiante y lúgubre lo aturdió.
Se acercó al jergón y contempló las agitadas convulsiones del enfermo. Andaba curado de espanto pero todavía le sorprendió ver en la pequeña estancia, en torno al lecho, un perro que ladraba, un asno cabizbajo y dos pequeñuelos de rostro tiznado y el hambre en el cuerpo. Sabía que su madre había muerto de cólera asiéndolos contra su pecho. Se preguntó qué estarían pensando los zagales que lo observaban desde aquellos ojos profundos del color de la noche. Percibió su desesperanza mientras ocultaba su estremecimiento ante la impotencia que le producía la muerte y maldijo su propia resignación ante la miseria.
Salió del aposento sabiendo que dos nuevos huérfanos serían devorados por el destino.
«Don Pedro» de Lidia San Felipe Ruiz
– Hijo predilecto de la ciudad – volvió a repetirse en voz baja como para asegurarse de que la noticia que acababa de recibir fuera cierta.
Enredado en estos pensamientos, terminó de colocarse su sempiterna boina con una mano, mientras con la otra agarró las partituras. El canto de las campanas llamando al Rosario le había pillado desprevenido atendiendo al mensajero de tan notable aviso y ahora debía darse prisa si no quería llegar tarde. Ya no tenía edad para ir corriendo de un lado para otro.
Se sentía cansado y sin embargo “quedan muchas cosas por hacer para dar lustre a esta ciudad”, pensó.
Presuroso salió de su casa sin reparar en el polvo adherido en los bajos de su pantalón, vestigio de su último paseo a los Agudos. Se persignó mientras cerraba la puerta y caminó por la calle Enramada con una sonrisa feliz pintada en la cara. La sonrisa del que sabe que es un hombre íntegro. Meditó acerca de dejar su labor de organista en la cercana Iglesia de Santiago, pero le costaba hacerlo. Y es que la música era uno de sus grandes amores. Nunca comparable al amor que profesaba a su querida Calahorra.
«El Ulises de Ana» de Mario Herreros Fernández
Ana se levantó radiante aquel 31 de agosto. Se puso sus mejores galas y salió a la calle. La ciudad era un auténtico bullicio, como no podía ser menos en el día grande de las fiestas. Pero para Ana era mucho más; llevaba ocho años esperando ese momento, desde que se aprobara la Ley General, así que buscó un atajo para evitar encontrarse con los varios pretendientes que la solían rondar. Llegó a su destino y se sentó en el borde de uno de los bancos para no arrugar su falda nueva. Por un instante, mientras esperaba, creyó ser Penélope y sonrió. Poco a poco fue llegando gente, más por la inercia de la fiesta que por otra cosa. La joven saludaba inclinando levemente la cabeza al tiempo que miraba a lo lejos. De pronto, sucedió. Un lejano pitido y una nube de humo indicaban que estaba llegando. Pocos minutos después, el Ulises de Ana hacía su entrada en la estación de Calahorra. La inauguración de la línea Tudela-Bilbao estaba siendo todo un éxito. Ella se puso en pie, levantó los brazos y gritó:
-¡Viva San Emeterio y San Celedonio! ¡Viva Calahorra! ¡Viva el ferrocarril!
«¡Danzad, malditas!» de María San Lázaro Cristóbal
Recuerdo la niñez en un lejano agosto del 36, cómo aquel día a pesar de lo avanzado de la tarde, el sol, en la plaza del Raso, seguía cayendo de justicia.
Delante del ayuntamiento, tras una deseada sombra, tocaba la banda.
El bullicio era evidente. Jugábamos a las canicas, a la trompa, al escondite, corríamos entre las sillas de la terraza del “tuerto” donde no faltaba animación y jolgorio.
Sin entenderlo -entonces-, recuerdo el ensordecedor silencio que se hizo en la plaza.
– ¡!Tocad, tocad, que continúe la música y empiece el baile¡¡, voceaba alguien desde la balconada del viejo ayuntamiento.
En desfile, varias mujeres cabizbajas, demacradas, rapadas, lívidas, macilentes, eran llevadas a empellones hasta los aledaños del consistorio. Aún recuerdo la voz despótica que imperativamente les apremiaba a bailar.
-Danzad, danzad, malditas¡¡
En aquella inocencia no comprendí el burlesco espectáculo pero discerní lágrimas, sollozos, risotadas, manoseos, comentarios obscenos que mi infantil ingenuidad no llegaba a entender.
Nos fuimos. Eran cosas de mayores en aquel agosto del 36. -Danzad, danzad, malditas!!
El paso de los años no ha logrado borrar de mi memoria aquella comitiva, aquellos semblantes de dolor y vergüenza.
No fui capaz de reconocer a mi madre.
«Conservas en la memoria» de Ana Fernández Cascante
Como un inquietante vigía, ascendía, pegada a la galería de casa de mis abuelos, la imponente chimenea de ladrillo. En el portal, una escalera angosta descendía bordeando dos enormes ollas hasta las instalaciones de la fábrica. Yo bajaba aterrorizada por el bullir de las marmitas y por el estruendo de la hojalata en la maquinita donde un hombrecillo colocaba manualmente las tapas sobre los envases. Entre los vapores y el olor ácido del tomate, emergía la blanca y simpática sonrisa de Paco, que alimentaba la caldera; entonces mi miedo desaparecía. En el almacén izquierdo, unas mujeres embotaban y al fondo, otras encolaban y pegaban a las latas las preciosas etiquetas con letras modernistas enmarcadas en una apetitosa guirnalda de frutas.
Arriba, la casa se iba desvencijando mientras nosotros crecíamos aporreando el piano del abuelo. Las grietas crecían al unísono, hasta que un día, arrimando un ojo a ellas, vimos las bellas cariátides del casino La unión. Así moría la fábrica y aumentaba la familia, al son del chopsticks que íbamos maltocando a cuatro, a ocho… a dieciséis manos, hasta que tocó demoler y se acabó la música. Y la chimenea se esfumó.
«Tres cartones» de Sara Armas
8 de noviembre de 1978, Calahorra.
El dolor de cabeza vuelve a martillear mis sienes, me duele cada vez que intento respirar. Mi mirada se desvía a la estatua de Quintiliano, impasible dando la bienvenida, cuando a sus espaldas la desolación azota su ciudad.
Hay cristales por el suelo, humo y luces azules a mi alrededor, un zapato en medio de la acera, ¿es mío? La gente corre a mi alrededor pero los veo como si fueran borrones, miro más allá de ellos, al imponente Cine Lope de Vega que se alza ante mí en llamas. Alguien tira de mí para levantarme del suelo, pero no me muevo. No puedo moverme. No hasta que te vea salir.
21:15, 2 horas antes.
– Estás preciosa con ese vestido.- Me diste un beso en la frente.
– ¿No te apetece más ir al cine?- Te propuse. Los miércoles el bingo estaba lleno de gente, y la cabeza llevaba doliéndome todo el día.
– Es noche de bingo, será divertido.- Me volviste a sonreír. – Nos iremos pronto. Cenamos y jugamos tres cartones, ¿vale?
– Vale.- accedí, poniéndome un pasador en el pelo.
«Sin otoño» de Javier Jiménez López
Cuando alguien es como yo, solo dispone de verano e invierno. Sin puntos intermedios, sin estaciones amables. Lo que tiene que florecer, lo hace en verano: la alegría, la amistad hasta altas horas, el amor… Y la pluma, sobre todo la pluma. Cobijado por cientos de extraños, sombrillas de playa y cócteles, lo que más florece es la pluma. Pero luego llega el invierno, en pleno septiembre, sin pasar siquiera por un mísero día otoñal, y todo vuelve a ser lo que era. Voz más ronca, postura forzada de macho heterosexual y sonrisas falsas frente a sus chistecitos catetos. Óscar Wilde dijo: “Nos pasamos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante”. Ese instante es el verano, y, todo lo demás, triste, frío y cobarde invierno. Lorca confesó: “A quien le dices el secreto, le das tu libertad.” El verano es mi secreto; el inverno, mi cárcel. El primero acabó preso y el segundo asesinado. El primero por maricón, y el segundo también. Quisieron vivir en verano perpetuo.
Los vecinos murmuran sobre mis veranos en Sitges. Firmo la salida del hotel, dejo la pluma y regreso a Calahorra. Caigo al invierno.