Microrrelatos seleccionados 2023

Ganador:

«La pesca» de Álvaro Abad San Epifanio

Padre me despertaba antes del amanecer. Tras desayunar, ya en la cuadra, me aupaba al caballo. Abrazado a su espalda recorríamos al paso la calle del Sol, bajábamos por Bellavista y enfilábamos el largo camino hasta el Ebro. Allí, oculta bajo zarzas nos esperaba «La baturra», nuestra vieja barca. La llamábamos así porque según bajara la corriente se volvía terca y resultaba difícil de gobernar. De las alforjas sacábamos el trasmallo que madre había recosido la noche anterior, y padre descolgaba la barca por la empinada orilla agarrando con fuerza la soga atada a la proa. Él subía primero al bote, me ayudaba a embarcar y lanzábamos la red. A partir de ese momento no salía una palabra de nuestras bocas, nos comunicábamos mediante gestos que ambos comprendíamos. Yo, que creía que así no asustábamos a las madrillas, entendí por qué callábamos el día que una pareja de guardias nos esperó junto al caballo. Amenazaron con multarnos, con hundirnos la barca, con llevarse la pesca. Forcejearon con padre hasta que un disparo atronador enmudeció toda la ribera.
Corrí hasta llegar a casa. Madre gritó, y pisoteó los peces. Mis hermanos pequeños lloraban sin
entender.
«La baturra» nunca volvió a navegar.


Primer accesit:

«Puntos de referencia» de Juan Antonio Malumbres

No debería extrañar las calles, aunque esta cuesta yo la recuerde sin asfaltar, de tierra y de barro cuando llovía. Allí, yendo de la fábrica de electricidad adonde el obispo y el río al fondo.
Ahora, cerca de la hospedería cuyas fachadas vienen tiñendo de rojo la Era Alta, me asomo a contemplar el valle y en ocasiones, entre tanto infinito, el horizonte finge esconderse en un difuminado como de acuarela y, aunque no las distinga, sé de sus luces de poniente anunciando la noche; sé del cierzo y del griterío que lo entibia desde aquellos recreos de los días de escuela; y será por esto que no pierdo el sosiego.
No quiero perderme. Nunca, no en mi ciudad, no con enredos. Enredos: es lo que dicen que les pasa a mis neuronas.
Y antes de salir de la consulta, antes de levantarme de la cama, antes de mirar por la ventana o asomarme al balcón, antes de nada, le digo: “¿Sabe usted?, los recuerdos son eslabones que se rompen”.
Y guarda el boli en el bolsillo de la bata, quizá impaciente, y yo tiro de la esquinita del pañuelo que asoma por la manga. Y poco más.


Segundo accesit:

«Historia enterrada» de Rubén Navajas

Es el último día de excavación en la cloaca después de semanas intensas, de avance lento. Mucho material que habrá que limpiar, estudiar y catalogar. La arqueóloga afronta los últimos golpes de piqueta. Y de improviso, la tierra apelmazada cede y se abre un hueco. Tras unos segundos con el pulso acelerado, la joven golpea a mayor velocidad.
Poco después, María se arrastra sobre los cascotes que acaba de retirar. Ante ella se abre un espacio de unos dos metros de largo. La luz frontal ilumina el tramo de cloaca y se detiene en un bulto situado al fondo. Es una manta. Con mano temblorosa, la retira y ante ella aparecen los restos de un cuerpo humano. “Un romano” es lo primero que piensa. Pero no, las ropas no son tan antiguas: un pantalón de pana, una camisa, un chaleco y una boina. En el techo se abre un hueco cubierto con tablones. María los empuja, pero no ceden. Entonces ve la libreta, con unas pocas palabras escritas:
5 de marzo de 1941
Han vuelto. Casi no he tenido tiempo de esconderme. Espero que Paquita y los niños estén bien. Llevo aquí metido más de dos días. Sólo puedo esperar.


Tercer accesit:

«Cuestión de fe» de Ernesto Ortega Garrido

Es Jueves Santo. En el Casino los billetes se amontonan sobre la mesa de billar que estos días se utiliza para jugar a los Borregos. Víctor se santigua invocando la ayuda divina. Es su turno. Son muchos los cuartos que se juega, pero tiene fe en el todopoderoso. Ya se lo agradecerá mañana en la Magna Procesión del Santo Entierro. Coge el rodillo y arrastra con fuerza las 8 bolas que salen disparadas por el tapete, rebotando contra los lados. Las reglas son sencillas, si entran pares se lo lleva todo, por el contrario, si son nones…, mejor no pensarlo. Una…, dos…, tres…, cuatro bolas dentro, cinco…, seis…, siete…, la octava se aproxima lentamente al agujero, pero justo antes de caer, se detiene. Víctor se siente al borde de un precipicio. Qué se había creído. Como penitencia por su arrogancia, este año saldrá descalzo. Y mañana, después de la procesión, se quitará el capirote, se desprenderá de la túnica y la capa, se pondrá los zapatos y volverá al Casino a jugarse todo lo que le queda. Si algo le sobra es fe.


Seleccionados:

«Y… ¿por qué?» de Javier Gutiérrez Moreno

Aurelio estaba nervioso. Le temblaba el pulso.
Por un momento recordó su pueblo, su niñez.
Recordó a su padre. Parco en palabras, trabajador, arraigado a tradiciones y a su tierra.
Recordó a su madre, creyente, sabia, mujer de su marido y de sus hijos. Recordó sus consejos:
– no hagáis nunca el mal.
Recordó la escuela de Don Antonio. Como aprendió a leer, a pensar, a razonar, a no juzgar, a ser justo.
Recordó a su compañero de pupitre. Sus primeros cigarrillos, sus primeros bailes con chicas, los besos robados, sus aventuras cuando la crecida del Ebro, su escondite cerca de Campo Bajo, el paso de niño a adulto.
Recordó como su amigo le ganaba en el tiro de carabina. Apuntaba y disparaba mejor que él. Con mejor puntería.
Siempre le decía:
– no das una.
Recuerdos.
La realidad era otra.
– Dispara… Dispara de una puñetera vez…
Aurelio contemplaba a Evaristo. Lo tenía a tiro, de rodillas, suplicándole. La guerra los había separado.
– Dispara… cobarde… sois todos unos… Sonaron dos tiros. Aurelio esta vez no falló.

«Hace 15 años» de Javier Gutiérrez Moreno

– ¡¡¡ No vayas… no vayas mujer… estará todo cortado… !!!
Le gritaba su amiga Carmela en la calle Grande. Ella hizo caso omiso. El tiempo apremiaba. Su corazón latía más veloz que sus piernas. No podía respirar. Se cruzó con varios vecinos conocidos…
– ¿dónde vas con esas prisas ?…
– ¡¡¡¡ Mi hija… mi hija… !!!!
A todos la misma contestación.
Cuando llegó a la Glorieta del Ayuntamiento las fuerzas le flaqueaban. Ya era mujer entrada en los 70. Mujer viuda curtida en el dolor.
– Otra vez no… por favor… otra vez… no… ¡¡¡… No me lo merezco… no me lo merezco… !!!
Enfiló la calle Gallarza. Creyó distinguir a Ángela con su traje de la Cofradía. Pero no… no era ella.
Tuvo tiempo de recordar a su marido. De recordar su trágica muerte.
– Ayúdame… ayúdame… no me dejes en esto sola…
Llegó a la proximidad del Cuartel de la Guardia Civil.
Había finalizado la procesión, su hija le había saludado al pasar con su tambor.
La bomba todavía no había explosionado. El miedo y la amenaza seguían latentes.
Sonó su móvil
– ¡¡¡¡ Ángela… !!!!
– Mamá ya estoy en casa…
– Hija… – contestó entre sollozos – hija… llego enseguida…

«Integrales» de Jesús Cuartero

Regresaba del huerto, al atardecer, en su viejo Alfa Romeo beige con matrícula capicúa. Vio una sombra encorvada que avanzaba con lentitud por el arcén de la carretera. A lo lejos se apreciaba la silueta del santuario del Carmen. El cielo estaba tan bonito que parecía un filtro de Instagram. Las nubes se deshilachaban y el sol era pura yema. Reconoció a don Arturo, uno de los profesores de Matemáticas que le habían enseñado hace muchos años ecuaciones, derivadas e integrales en el bachillerato. Enseñado entre comillas. Había aprobado por sus dotes en el arte de copiar y porque ese año don Arturo no suspendió a nadie. Llegó con el coche hasta la silueta fatigada y se ofreció a llevarlo de vuelta a la ciudad, a dejarle al inicio de la calle Gallarza. Sabía muy bien dónde vivía. Él había sido uno de los que habían mandado los anónimos amenazantes si no daba un aprobado general. Lo dejó en la puerta de su edificio.
-Adiós, don Arturo. Dele recuerdos a la señora Antonia.
-Muchas gracias, hijo. Ya sabía cuando te daba clases que eras un gran tipo. Lo que no me imaginaba es que ibas a llegar a alcalde.

«1366, pensamientos de don Enrique, conde Trastámara, antes de su coronación en Calahorra» de Gloria Fernández

Tras la plática con el Señor Obispo, Dios sea loado siempre por los grandes pecadores como yo, siento más paz en el espíritu. Don Roberto de Cosos me ilumina en las dudas y afianza en los derechos, como francés, clérigo y jurista. Se ha trasladado desde Viana para bendecirme en esta tienda que me alberga.
En la contigua cámara descansan mi mujer y dos hijos. Tengo valor y heredero.
Mucho sufrí por no haber nacido hijo legítimo de rey. Aunque mi amo y padre, Don Alfonso XI, todo nos quiso dar por el cariño a Doña Leonor, madre mía y amante suya, cuya cabeza decapitada por la reina puebla mis sueños.
Me ha faltado la piedad, aunque he hecho justicia. Soy cruel, pero no iracundo y antes de matar ya lo había decidido y calculado. La guerra es mi oficio.
Me piden, desde la aljama de Calahorra hasta los ingleses o nobles de Portugal, mil prebendas. Y para afianzar la corona he de conceder mercedes y favores sin medida. Por mi madre asesinada he de acabar con mi hermano Pedro. Si Dios está de mi parte, así lo sabré al final de estos negocios.

«La cocina económica» de Ana Carmen García Vitoria

Cuando llegaba del colegio, lo que más me gustaba era sentarme a merendar al lado de la cocina económica y mientras, calentar mis pies helados cerca del horno. Recuerdo la perola de mi abuela siempre encima de la chapa con unas deliciosas sopas de ajo hirviendo y a ella, arrimada al calor, sentada en una pequeña silla de anea.
Hacía unos días había fallecido su hermana, viuda de un guardia civil. Encima de la mesa de la cocina, los adultos revisaban una caja con algunas de sus cosas. Entre ellas, apareció una vieja libreta. Mi padre la empezó a leer en voz alta:
-Fulanito de Tal, sindicalista, mal encarado y peligroso; Menganito anarquista, mala persona; Zutanito republicano y revolucionario.
Así varias páginas llenas de nombres de calagurritanos. Algunos que aún vivían, otros, por desgracia, ya no.
A mis abuelos les cambió el semblante y la expresión de los ojos. Silencio. Cogí con curiosidad la libreta de hojas amarillentas, escritas con una menuda pero muy clara letra. A penas había ojeado un par de páginas, cuando mi abuela me la arrebató de las manos y la echó al fuego. En pocos segundos desapareció.

«La jaula» de Nerea Navarro

En una estancia de un piso de la recóndita ciudad de Calahorra, un cigarro se apaga solo en el cenicero porque no existe boca despierta que se trague el humo. Desde la quinta planta se pueden contemplar las primeras luces del alba sin que las agresivas líneas rectas de los edificios rompan la homogeneidad del cielo. Es una imagen bellísima y, sin embargo, el viejo no la contempla, pues ha caído en el sopor del sueño antes de que la oscuridad de las primeras horas del día se desvanezca. En los cristales rayados de sus gafas, tan viejas como él, se refleja ahora el arrebol del nuevo día. El pájaro sí que observa el amanecer a través de las rejas de su diminuta casa, pero no entiende lo que es. Mueve la cabeza de lado a lado rápidamente, como si sufriera un tic nervioso. Su plumaje del color de la corteza de los árboles se torna ahora rojizo por la luz, confiriéndole un aire de ave del trópico. La presencia que deambula por el piso desde hace meses se recuesta en el quicio de la puerta y observa a los presos, cada uno en su propia cárcel.

«Trabajadoras y calagurritanas» de Mario Herreros

Antonia estaba decidida. Llevaba mucho tiempo hablando de ello con sus compañeras. Su marido, sin embargo, no veía con buenos ojos que su esposa hiciera ese tipo de reivindicaciones. Consideraba que el sueldo de la mujer era un mero complemento de los ingresos familiares. Así había sido desde siempre y lo contrario supondría desobedecer la voluntad de Dios. Además, el precio del pan y de otros alimentos básicos se había disparado en los últimos años y cualquier dinero era muy importante para hacer frente a los gastos cotidianos.
Antonia no podía comprender que ella, por el hecho de ser mujer, cobrara dos tercios menos que un hombre. Siempre recordaba con orgullo como su madre, veinte años antes, había tenido la gallardía de acudir al Centro Obrero y protestar airadamente por los derechos de las mujeres trabajadoras ante la incredulidad de los allí presentes.
Llegó el día y Antonia no fue a su trabajo. Se vistió con sus mejores galas y salió a la calle con la cabeza erguida y el paso firme. Durante cuatro días, setecientas calagurritanas hicieron huelga en el sector conservero. La gran mayoría no sabía leer ni escribir, pero sí supieron reconocer con claridad la injusticia.

«Beso» de Sara Armas

No tengo ni idea de a dónde vamos. Hemos dejado atrás el río, y la ermita del Carmen. Se lo he preguntado un par de veces pero solo he conseguido que me llame impaciente.
– ¿El humilladero?- La estructura se yergue ante nosotras.
No contesta, a veces hace eso, deja reposar las palabras en el aire, como el pan antes de meterlo al horno, que fermente, sin prisas.
– ¿Has leído Romeo y Julieta?- Asiento. -¿Y si te pregunto por los amantes de Calahorra? ¿La historia de Julián y Miguela? Es normal. Solemos olvidarnos de nuestro pasado y damos más importancia a los otros.
Ellos se amaban a principios del siglo XX, pero los prejuicios y las clases sociales impidieron que su amor floreciera. Él era hijo de un importante conservero, ella trabajaba en la fábrica. Un amor difícil en una época cerrada.
Una tarde de noviembre quedaron aquí, y terminaron con sus vidas. Ellos no encontraron la forma de seguir juntos en esta vida por la sociedad. Te he traído aquí para decirte que te quiero, que no me importa lo que digan, que si tú me quieres, vivamos por nosotras, porque ellos no pudieron.
Yo sólo la beso.

«Sandra» de Rubén Navajas

La Historia son recuerdos. Mis recuerdos son mi historia. Y en mi historia hay recuerdos de una época llena de luz, ilusión y proyectos. Juventud, en definitiva. Calahorra se acercaba al cambio de milenio y todos creímos -¡ay, juventud!- que en el futuro veríamos cumplidas nuestras expectativas. Éramos un grupo heterogéneo, pero unido en nuestra pasión por lo que hacíamos, cuando aún existía el Periodismo. A aquel grupo se añadió un nuevo miembro: Sandra. Más joven que todos nosotros, se convirtió en una más con sus ganas de trabajar, de aprender, de entender los entresijos de la profesión… Pero sobre todo, su llegada fue un soplo de aire fresco, de un optimismo que emanaba de una sonrisa franca y sincera, esa sonrisa eterna que tanto hemos recordado quienes la conocimos. Cierro los ojos y veo esa sonrisa en un pleno, en una noche interminable en Vigo, en una comida en la finca de Miguel Cuesta…
Han pasado los años y nuestra historia nos ha llevado por caminos diversos. Aquellos sueños de juventud han ido cayendo como las hojas del calendario. Nos hemos distanciado, es cierto, pero una parte de nuestra historia seguirá siempre viva. Aunque falten piezas. Como Sandra.