Ganador:
«El ave de Marte acecha la República» de Luis Diez Ansuriza
El viento me eleva sobre Calagurris, donde a la muerte le queda poco por hacer. Llevamos meses rondando este sitio maldito. Al principio, la guerra nos trajo festines de carne caliente. Ahora, solo quedan sombras, cuerpos endurecidos por hambre y desesperación.
Las águilas de oro en estandartes rojos han cercado la ciudad, esperando que caiga. Hemos visto los combates, los gritos, los llantos. Hemos visto la locura nacer en los ojos de los sitiados. La carne de los suyos se convirtió en pan. La sal en su última esperanza. Dudas, dilemas pero decididos a resistir hasta la muerte.
Sobrevuelo las llamas. Una mujer camina entre ellas. En una mano, un cuchillo. En el hombro izquierdo, un brazo cercenado. No titubea. Su sombra se alarga en los muros, más grande que los propios hombres de hierro que avanzan. Se detienen. No entienden si es real o un espectro enviado por la muerte.
El que dirige las águilas doradas, al que llaman Pompeyo, da un paso atrás. Su voz tiembla cuando ordena la lluvia de flechas. La mujer cae, pero el fuego sigue ardiendo.
Nos lanzamos en picado. Un círculo de buitres protegemos su cuerpo y elevaremos su espíritu a la eternidad.
Primer accesit:
«El robo» de Gabriel Tricio
El trabajo en La Universal era incesante. Parábamos para comer en la misma fábrica. Una compañera hacía el rancho pero a la una en punto, comíamos todas juntas.
Para evitar roces con los pocos hombres que andaban cerca y que, a la mínima oportunidad, intentaban acercarse, las más jóvenes estábamos, en cierto modo, protegidas por las mayores.
Yo tenía tres hermanos pequeños en casa y a mi madre viuda. Si podía, metía algún pimiento o espárrago en el mandil para llevar a casa. No era la única. Y pensaba que nadie lo iba a notar.
Pero Rufino, uno de los encargados que no me quitaba ojo y al que había dado desplantes tanto dentro como fuera de la fábrica, me llamó aquél día.
– Pilar, guapa, parece que sales más cargada de la fábrica de lo que entras. ¡A ver ése mandil!… ¡Así que robando pimientos! Y espero que no lleves más escondidos en otro sitio.
Al oír estas palabras, Eulalia saltó como un tigre.
– ¡Pili, dame mi mandil! Me lo cambiaste después de comer. Y tú, Rufino, ¡acércate a la niña otra vez y te dejo como a mi gato!
Eternamente agradecida, Eulalia.
Segundo accesit:
«Nunca se hizo» de Carlos Medel Losantos
Ahogando el motor, la camioneta paró en la placetuela del Arrabal. El ruido de las puertas rompió la noche eterna. Sonaron los pasos del escuadrón de la muerte.
Uno golpeó a la puerta del número 17.
-¿Dónde está “el Cascotes”? ¡Que salga! –dijo uno de los falangistas.
Teresa se echó a llorar. Juan, detrás de la puerta, salió sin resistirse, aunque con la cabeza alta.
-Anda ‘parriba’, que no vean esto los hijos –dijo Juan a su esposa a sabiendas de lo que le esperaba.
Lo subieron a la camioneta a empujones. Ella suplicó clemencia.
-¡Calla zorra. Y tú… Di ahora eso de “viva la República”, rojo asqueroso!” –espetó otro de los cuatro matones golpeándole con la pistola.
Juan llegó a la cárcel de San Francisco sangrando en la ceja. Perdió su boina en la camioneta. Y su dignidad.
Hacía cuatro días del golpe de estado. La noche era sofocante. Había más hombres en el calabozo.
-¡Malditos sean, teníamos que haberlos matado a todos, Juan! –le dijo un camarada de la UGT.
-Igual llevas razón, Bienve –contestó Juan-. No somos como ellos, nosotros defendemos la República. Algún día se hará justicia.
Nunca se hizo. Siguen en alguna cuneta.
Tercer accesit:
«El Bollo» de Julia Moreno Herce
Sale temprano de casa. Dos coletas, pantalón de pana, trenca marrón con botones de hueso y mochila beige, regalo de Reyes.
Baja la calle Mayor, pasa la tienda de la Maria y ataja por la callejuela Los Sastres, conteniendo la respiración a la altura de la pocilga. Aterriza frente al escaparate de la panadería y, aunque caen chuzos de punta, se para a soñar con bollos de leche salpicados de azúcar. Sigue resignada su camino hacia San Andrés acordándose del triste almuerzo que lleva para el recreo.
En la fila del patio, la manduruchina de clase presume del último cromo de Starsky y Hutch. Saca los suyos,`repes ́, del bolsillo y suspira. La graciosilla de turno tira de las coletas y los cromos se caen justo cuando la fila arranca tras el silbato de la señorita. Se agacha, la pisan, protesta y… la encuentra: una moneda mugrienta pero valiosa.
Despeinada e incrédula, corre sin aliento hasta escuchar la campanilla de la puerta de El Bollo, que la recibe junto a un delicioso olor a pan. Deja la moneda encima del mostrador y sonríe triunfante. Hoy, el recreo tendrá un sabor dulce muy parecido a la felicidad.
Seleccionados:
«El sombrero americano» de Marcos Herreros
Yo sabía que aquél tipo con acento americano no podía ser sólo “un dilettante”. Más que nada porque los cuatro sabihondos de pinceles que alguna vez había visto pisar el suelo ajedrezado del templo no lo habían hecho jamás con unos zapatos tan brillantes, un cuello tan alto y sin quitarse ese estúpido sombrero de fieltro. ¡En el templo!
Lo que tampoco había visto nunca eran tantos billetes de 1000 juntos. De hecho, jamás había visto ninguno. Y parece que el deán tampoco, porque la teja se le escapó de las manos y me pareció que se le saltaba algún botón de la sotana. Rápidamente, casi a empujones, hizo entrar al yanqui en la sacristía y no pude ver más.
Sólo al rato vi salir al gringo casi levitando, con sonrisa de satisfacción ya sin el bulto del fajo de billetes en la chaqueta.
Días después, el párroco estrenó rosario de plata, pero nada cambió para un labrador como yo. Seguía sin entender la misa en latín, pero sabía que más me valía no contar nada de la caja de madera que salió aquél día por la puerta de atrás del claustro dejando tras de sí un rastro de paja.
«Latidos inmortales» de Arantxa Marin
11:30 horas. La ciudad respira, y yo, testigo silencioso, despierto. Cualquier día sería común, pero el 25 de agosto, el latido del tiempo me envuelve.
A mi alrededor, corazones jóvenes laten al unísono. Sus pulsaciones vibran en mi ser, sus abrazos me conectan con el pasado. Sus rostros reflejan emoción y concentración. Su juventud se funde con mi antigua presencia.
Un joven abraza mis hombros con la ternura de un hijo. Cierro los ojos y siento su pulso acelerado. El eco de los latidos entrelaza su esencia con la mía.
Abro los ojos. Entre la luz cegadora, dos manos anudan un pañuelo a mi cuello, símbolo de unión entre generaciones. Los aplausos sellan el instante.
No soy un testigo inmóvil; estoy vivo en los corazones que me abrazan. Soy lazo entre la solidez de la piedra y el pulso de la historia. Cada aplauso es un eco de afecto. Un último abrazo, un cohete estalla en el cielo y mil latidos trascienden en el tiempo.
¿Qué siento? No hay palabras. Soy la piedra que late.
En Calahorra, la eternidad se abraza en un instante, y yo, guardián de sus recuerdos, me siento inmortal.
«Todo controlado» de Bernardo Herreros
“EFJ 50 Radio Juventud de Calahorra. Queridos oyentes, informamos que esta noche daremos la bienvenida al año 1957 desde nuestros estudios…”
A última hora de la tarde han avisado de Logroño que, por problemas de conexión con la central, cada emisora local tendrá que radiar sus propias campanadas de fin de año.
-¡Todo controlado! – Ha respondido el director. Él personalmente se encargará de marcar el ritmo de las doce uvas. Y, a falta de campana, aparece a las 11 de la noche con una perola de hierro y una cuchara de palo.
Van llegando la joven locutora, los eléctricos y algunos amigos que se apuntan al evento. Bastante achispados tras la cena, continúan con la fiesta y aguantan las risas viendo al director probando el improvisado carrillón.
-¡Todo controlado! – Celebra tomándose otra copa de champán.
Tras unos discos de villancicos, la presentadora da paso al gran momento.
El cucharon vuela y la perola resuena con vocación de campana; una, dos… seis, siete… Todo controlado.
De pronto, la mano del director queda a medio camino en su golpear y la exclamación resuena a través de las ondas:
-¡Joder! ¿Cuántas llevo?
«Ecos familiares» de Ernesto Ortega
Caminaban por los Agudos. El hijo iba unos metros por delante del padre, con la ligereza de quien aún no conoce el cansancio, saltando sobre los charcos que la lluvia había dejado en el sendero. Jugaban a gritar y, a cada paso, el eco les devolvía sus voces, rebotando en las paredes arcillosas de la yasa, suavemente esculpidas por el susurro del agua y el viento.
Para el padre, aquel eco no era solo un juego: le traía recuerdos de su propia infancia. También él había sido hijo. También había corrido, saltado y gritado por esos mismos caminos. Pero, por un instante, al escuchar las palabras que el eco le devolvía, le pareció que ya no eran las suyas, sino las de su propio padre. Como si, de algún modo, el tiempo se hubiese plegado sobre sí mismo y él volviera a ser el niño, mientras su padre seguía allí, con ellos, en una superposición imposible, ajena a las leyes de la naturaleza.
Miró el reloj. Las agujas, como la vida, seguían en movimiento. Se hacía tarde. Era hora de regresar. A sus espaldas, el sol proyectaba tres sombras sobre el camino.
«El encargo» de Pablo Prieto
Cuando León salió del mesón de la plaza del Raso, la escarcha crujió bajo sus botas. No era tarde, pero el invierno de 1610 mordía como un perro hambriento. Se ajustó la capa y echó un vistazo alrededor. Nada sospechoso. Sólo un par de mercaderes recogiendo los puestos y un perro husmeando entre las sobras.
El pliego ardía en su jubón como un tizón encendido. Se lo habían entregado en Logroño, con órdenes precisas: llevarlo a Tudela sin abrirlo, sin preguntas. Pero León no era hombre de fiarse de nadie.
Se metió en un soportal y rasgó el lacre con una daga. Desplegó el pergamino bajo la luz temblorosa de un farol.
Nombres de mujeres. Brujas, decía el pliego. Condenadas por el Santo Oficio. León maldijo en voz baja.
Conocía esos nombres. Algunos los había oído en Calahorra, en las calles donde los niños jugaban y las viejas rezaban. Ahora, si entregaba aquel mensaje, no quedaría de ellas más que cenizas.
Suspiró. El encargo pagaba bien. Pero había deudas que no se saldaban con oro. Arrojó el pliego al suelo y sacó su yesquero.
La hoguera comenzaría antes de lo previsto.
«El cine» de María Antonia San Felipe
Aquel sábado de abril de 1965 cumplía ocho años, pero eso no era lo importante. Ese día se inauguraba el cine Lope de Vega. Nunca ha podido olvidarlo porque ese acontecimiento revolucionó Calahorra durante mucho tiempo.
Cuando sus padres prometían llevarla al cine contaba las horas y los minutos. Le entusiasmaba presenciar el ritual de apertura de aquellos telones de terciopelo azul verdoso que se abrían lentamente dejando al descubierto otro cortinón de tul blanco, como de novia. La aparición de la pantalla era el presagio de que lo inimaginable surgiría ante nuestros ojos ansiosos de aventuras. Los títulos de las películas corrían por la ciudad con la rapidez del cierzo. Estrenan ‘Los diez mandamientos”, ya no quedan entradas. Ben-Hur fue un taquillazo. Ella todavía recuerda la cuadriga blanca de Judá y la negra de Messala a punto de atropellarla sentada en las primeras filas. Los años pasaron, las películas y la vida cambiaron mirando aquella pantalla que forjaba sueños entre sonrisas y lágrimas.
Al contemplar hoy la ruinosa fachada y sus solitarias taquillas se pregunta qué será de aquel lugar abandonado mientras siente la puñalada del recuerdo y entiende por qué llora siempre que vuelve a ver Cinema Paradiso.
«La maldición de Pompeyo» de Luis Diez Ansuriza
El fuego de Calagurris nunca se apagó en mi mente.
Recuerdo la silueta de la mujer surgiendo entre las llamas, el cuchillo en su diestra y un brazo mutilado en su hombro. Su mirada no era de un ser humano; iba más allá de este mundo. Moraba en el Orco junto a Plutón. No temía la muerte, porque ya la había abrazado. Mis hombres, curtidos en mil batallas, se detuvieron. Y yo, Cneo Pompeyo Magno, di un paso atrás.
Ordené disparar, pero cuando cayó, su sombra seguía ardiendo en mi memoria.
Años han pasado. He vencido a reyes; he inclinado la República a mi voluntad. Y ahora, en Egipto, camino hacia mi fin. La playa es fría. Mis anfitriones me sonríen con falsedad mientras las olas susurran lo que mi destino se niega a aceptar.
Cuando el puñal atraviesa mi carne, no veo a César ni a sus conspiradores. No veo Roma.
La veo a ella, sonriente; su cuchillo me señala.
Sigue en llamas, observándome, como si esperara este momento. Como si supiera que su maldición se ha cumplido.
Mi cabeza rueda en la arena. Y en la eternidad de la muerte, su fuego me acompaña.
«La última vid» de Axel Rodriguez Florez
El sol caía sobre las ruinas de Calahorra. Lo que alguna vez fueron calles adoquinadas ahora eran grietas donde brotaba la maleza. Entre los restos de la catedral, Julia revisaba su contador de radiación. Aún soportable.
Llevaba semanas siguiendo un rumor: una vid que había sobrevivido al Gran Colapso. Las lluvias ácidas y las tormentas de polvo habían arrasado con los viñedos de La Rioja, pero decían que, entre las ruinas del antiguo Museo de la Romanización, una raíz persistía.
Avanzó entre escombros y encontró el invernadero improvisado. Allí estaba: una sola planta, hojas pálidas, racimos diminutos. Se arrodilló y acarició el tronco áspero. En su mochila, una cápsula criogénica esperaba.
Un ruido. Giró en seco. Una sombra emergió de los escombros: otro buscador.
Eran tiempos de escasez. Una planta era más valiosa que una ración de alimentos o un poco de agua. Una vid significaba esperanza.
Julia desenfundó su arma. Había que jugárselo todo.
«Noviembre de 1901» de Gabriel Tricio
Aquel 15 de noviembre era viernes. Lo tengo claro, ya que pensaba marchar fuera ese fin de semana, pero todo se alteró.
Aparecimos en el lugar de los hechos en cuanto nos avisó un agricultor que, al pasar por la zona, pudo ver la luctuosa imagen en la zona del Humilladero.
– Mi capitán, aquí yacen los cuerpos.
Junto a uno de los cuatro pilares del Crucifijo estaban los dos. Jóvenes, sin signos aparentes de violencia…y abrazados. Me acerqué para tomarles los pulsos. No había nada que hacer.
– Los dos están muertos y aún calientes, sentencié.
– Tenemos la denuncia de la desaparición del hijo de Don Cayetano Baroja. Quizás la
chica sea la hija de Juan ‘El Carretil’.
Yo había oído chismes de la historia de amor imposible de Don Julián Martínez de Baroja, primogénito de Don Cayetano, dueño una de las conserveras más importantes de Calahorra, y de Miguela González, una de las obreras de la fábrica.
Pesarosos, los dos guardias miraron en los bolsillos de los jóvenes.
– Hay dos cartas, mi capitán.
No pude evitar leer en una de ellas “el único modo de estar unidos para siempre”.
«El corral de Jorge el Cabrero» de Lázaro Díez
En los Agudos, quedan los restos del corral del tío Jorge. Solo son unas piedras trazando el recinto pero transmiten sencillez y pobreza. No daba para mucho, pero daba para subsistir.
Frente a esos restos, me paro como frente a un altar, pero no rezo, reflexiono e imagino.
Allí el tío Jorge, con su cuñado Luis, y la cuadrilla de caza preparando el rancho. La pobreza que les rodea invita a la vida, a las mentiras de tanta caza que han visto por los Agudos, entre Montote y la yasa de la Degollada. Hablan, ríen, beben. A pesar de los tiempos que corren, agosto del 36, son felices. No necesitan más, es la felicidad del pobre.
Al postre, una rica sandía veraniega.
Asoman a caballo un grupo de camisas azules, rudos, zafios, groseros, envalentonados.
– ¿No habréis visto rondar por aquí a rojos de mierda que escapan a esconderse como ratas por los Agudos?
El semblante cambió.
– No hemos visto nada.
– ¿No? ¿Quién de vosotros es Jorge el cabrero?
Le delataron. ¿su delito? Dar de beber leche de sus cabras, a los que huían de una muerte segura.
¡Fuego!, la tapia del cementerio de Autol fue testigo.
«Festival» de Bernardo Herreros
Tengo mucha suerte. Vivo en la zona más tranquila y bonita de Calahorra, en plena naturaleza y al borde del rio Cidacos.
Pero, unos cuantos días al año, el parque es invadido por grandes estructuras, multitudes acampadas y música atronadora a todas horas.
Los paseantes dejan de pasear, mis vecinos de las casas cercanas se marchan y hasta los pájaros y las ardillas se largan a sitios más apacibles.
Yo los observo con envidia; por mis circunstancias tengo que permanecer allí. Pero este año acabarán mis molestias. El Festival va a ocupar más espacio.
Y me van a talar.
«El Postigo» de Mario Herreros
Hay lugares donde la historia, como la niebla, te atrapa y envuelve. Me sucedió en plena Cuesta del Postigo. Tras subir sus ciento veintiocho escalones, me detuve donde debió estar la puerta más pequeña de la ciudad amurallada. Noté una ráfaga de aire, un portazo y el correr de un enorme cerrojo, pero allí no había nada. Sin embargo, una fuerza extraña me impedía acceder a la plaza. Sobrecogido, decidí bajar. A pocos metros un niño lloraba sentado. Llevaba un atuendo muy raro.
—¿Qué te ocurre?
—Han cerrado la puerta —contestó.
—¿Qué puerta?
El chaval me miró extrañado.
—Aproveché un descuido para bajar al río y ahora no me dejan entrar.
Le ayudé a levantarse y subimos. Alzó la mano derecha y dio tres golpes al aire.
—Abrid, por favor. Este señor quiere entrar.
—¿Qué haces? —pregunté asombrado.
Nuevamente el sonido del cerrojo. El pequeño escapó corriendo. Esta vez mis pies obedecieron y me dirigí a casa. Estaba confuso, me preguntaba si todo habría sido fruto de mi imaginación.
Al día siguiente me crucé con dos niños que iban al colegio. Quedé petrificado. Uno era el del Postigo. Me giré intrigado. Él también se volvió y… me guiñó un ojo.